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El príncipe debe reinar y otros textos políticos (presentación)

[1]Buenas noches y muchas gracias…

gracias a todos los que esta noche han hecho un sacrificio para honrarme con su presencia en este acto. Soy consciente de que mañana tienen que madrugar para cumplir con sus obligaciones y que estar aquí supone un ajuste importante en sus agendas personales. Por todo ello, repito: muchas gracias. Prometo ser, en la medida de mis posibilidades, lo más breve posible, pues nada me gustaría más que disponer de tiempo para dar a todos y cada uno de los presentes mi agradecimiento personalizado por el privilegio de su asistencia a este acto.

gracias también al Círculo Cultural de Telde (que personifico en su presidenta, mi apreciada Lucana Falcón) por permitirme disfrutar de un evento tan especial para mí como es la presentación de un hijo como el que hoy nos convoca.

gracias a cuantos han hecho posible, de una manera más o menos directa, que el libro que nos reúne sea una realidad: por un lado, a Carmelo Ojeda, el director de Teldeactualidad, el medio en el que vio la luz la primera versión de los artículos que componen el bloque Otros textos políticos; por el otro, a Jorge A. Liria, como representante de Mercurio Editorial, a quien me une una amistad consolidada en los últimos años y en cuyo hogar editorial tan a gusto me siento.

En esta nómina de los que han hecho posible este volumen he de contar con Patri Franz, cuyas revisiones, observaciones y apoyo en esta y otras iniciativas editoriales que ocupan mis horas son fundamentales para mí. No sé cómo agradecer su paciencia y buen criterio con este que les habla.

Mi hermana Nuria también tiene un lugar en esta nómina de gratitudes, pues cuentan mis humildes palabras con sus bellas ilustraciones. Como siempre digo y ahora debo insistir en ello: acudan a sus imágenes cuando mis textos les fatiguen; acudan a ellas, aunque mis textos no les disgusten. En cualquier caso, acudan, acudan…

Por último, muchas gracias al ilustre padrino que hoy me honra con su bendición, mi apreciado Antonio Alemán. Sé que no es amigo de verse en compromisos como el de hoy, pero, como es muy amigo de sus amigos, ha accedido a honrarme con un padrinazgo que va más allá de los límites del afecto, pues a este cabe sumar las muchas líneas de conexión ideológica y pedagógica que compartimos. Antonio, muchísimas gracias a ti también.

Introducción

Empecemos declarando que no soy ningún visionario ni pertenezco a una especia de logia que sea afluente del Club Bilderberg; carezco de contactos, entendidos estos como la capacidad de levantar un teléfono y modificar el cauce de una decisión política; y no soy ningún brillante intelectual (es más: no soy ni brillante ni intelectual). En consecuencia, no creo que sea honesto ofrecerles el conjunto de textos que encierra este volumen como si fuera palabra de ley, ciencia rigurosa en su estado más puro; vamos, como si hablásemos de algo que no pueda cuestionarse por su fidelidad a la coherencia y al sentido común.

A tanto no alcanzo y, por tanto, a tanto no aspiro… Las palabras que contiene este libro no son las de un genio sublime, un mago que transforma el mundo a partir de lo que escribe, sino las de un simple ciudadano, un humilde ciudadano que decide un día pedir las palabras para ir construyendo con ellas una pared donde se pueda reflejar un mensaje acorde a lo que desea que sea el mundo: un espacio de concordia donde las ideas fluyan y el debate sosegado ayude al progreso de nuestra sociedad.

Pido la palabra para compartir mi visión del mundo. No son mis oraciones armas arrojadizas que busquen la destrucción ni son mis párrafos los proyectiles con los que mantener posiciones numantinas.  No tengo más razón que  cualquier otro ciudadano que, con el respeto y la concordia por principios, da una opinión; y este libro es en sí una gran opinión, una opinión construida a través de once textos (1+10) en los que declaro mi profundo malestar y preocupación hacia cómo percibo lo que podríamos denominar como el estado del Estado,  a pesar de que solo lo haga a través de temas muy puntuales, un tanto localistas, en ocasiones, y con los representantes políticos como epicentro de mis particulares lanzamientos de saetas.

Como ciudadano, con este libro busco contribuir modestamente con la sociedad a la que pertenezco. Lo hago ofreciendo algunas reflexiones que pueden ser de ayuda para movilizar conciencias y labrar juicios (insisto: pensamientos que pueden ser de ayuda), aunque asumo y entiendo que mis ideas o una parte de ellas puedan causar indiferencia (espero que no desdén) en quienes me honren con su lectura.

Lo importante, en este sentido y siempre desde mi punto de vista, es no callar, no hacer del silencio un argumento para la desinhibición de los profanos y la ambición, no necesariamente crematística, de los gestores públicos. Hay que hablar, sí, desde el respeto, pero con libertad; desde la presunción de inocencia y capacitación de los asaeteados, pero con la debida firmeza y la esperable buena voluntad. Hay que hablar y no callar, y no consentir y, sobre todo, en la medida de lo posible, huir de la indolencia.

Nada malo ni dañino contienen estas páginas porque para ningún mal ni daño nacieron. Al fin y al cabo, los libros no comienzan por el principio, sino por los principios, y los que me mueven a ofrecerte el que tienes en tus manos están llenos de bondad, aunque en su aspecto formal se muestren tan ajenos al ingenio.

El libro

Este libro nació el 1 de septiembre de 2013. De ahí que muchas referencias al príncipe deban contemplarse ahora en clave de rey; y muchas de las que se expresan con el término “rey” deban asociarse con la figura de Juan Carlos I.

Hace un año, concebí la escritura del primer texto de este libro. Lo hice con el propósito de cumplir con un proceso de reflexión muy amplio en el tiempo y complejo en sus formas. La configuración de una sociedad y de su estructura política han sido temas que me han atraído, como lo demuestran los no pocos textos o exposiciones que a ellos he dedicado.

El anterior referente a este libro que nos convoca hoy es, sin duda alguna, Moiras chacaritas, la obra —no me canso de repetirlo— más relevante para mí de cuantas he ofrecido porque representa una suerte de testamento literario de mi cosmovisión. La sombra de Moiras ha estado siempre presente; como también, aunque en menor medida, la de Pro Marcelas.

Este volumen es deudor de los citados títulos, sí, pero encierra una voluntad expositiva de mi ciudadanía mucho más intensa. El ciudadano nunca ha dejado de estar presente, pero ahora lo hace desde una visión convulsa de lo que contempla: una veces, irónica; otra, doliente; en todas, preocupada, muy preocupada…

Varias son las razones que justifican el que lo presente ahora. Todas ellas se han conjurado de una manera tan insospechada que es inevitable que ahora mismo adopte una postura trascendental para preguntarme de manera hamletiana qué debo a la fortuna y qué al destino. Veamos estas razones: por un lado, tenemos que el artículo principal del libro, El príncipe debe reinar, se construyó a partir de conceptos como el de abdicación del anterior monarca, legalidad frente a legitimidad o de 2ª transición; términos que han adquirido un enorme vigor a lo largo de este mes de junio. ¿Quién me lo hubiese dicho? Sí: un hecho histórico ha dado al texto que compuse en julio del año pasado una actualidad que, les confieso, me ha desconcertado por inesperada. De ahí lo de visionario apuntado al principio. El contexto histórico, pues, ha sido clave para sacar a la luz una obra que contiene muchos vínculos con la realidad que nos ha tocado vivir.

Por otro lado, tenemos como razón el hecho de que el azar (¿o el destino?) quisiese jugar con este título. Cuando publiqué el volumen en septiembre, deseaba cumplir con lo que ha sido un hábito para mí desde que a finales de 2010 presenté mi último libro: no hacer presentación alguna y dejar que el libro llegase a la distribuidora y a las librerías; o sea, que siguiese su propio cauce lejos de cualquier intención personal por difundirlo.

A principios de años, inspirado un tanto por lo significativas que podían ser las elecciones europeas (y vaya si fueron significativas, alguno dirá —me sumo a su comentario—), me planteé la posibilidad de hacer una presentación de esta obra, pues contienen estas páginas algunas observaciones (todas constructivas y muy respetuosas) sobre lo que entiendo que merece ser compartido con los que hemos sido, somos y seremos fieles asistentes a los procesos electorales. Pensé en clave de electores, pero no descarté que el contenido de la obra se pudiese ver desde la óptica de los llamados en algún momento a ser elegidos.

Este deseo de presentarlo de cara a la campaña de las europeas consolidó el compromiso con la distribuidora de cara a la Feria del Libro de Madrid; o lo que es lo mismo, antes de las elecciones del 25 de mayo habíamos cerrado el acuerdo de estar en la feria el sábado 14 de junio.

Mientras tanto, se hace efectiva mi reincorporación a la vida del Círculo, tras unos años alejado, y va adquiriendo cierta consistencia el ánimo de poner en marcha actos como el que hoy nos convoca. Mejor vuelta no pude tener asumiendo la edición y compartiendo el padrinazgo del primer tomo de la BCL de la mano de mi muy querido Julio Pérez Tejera. Todos recordarán aquella noche memorable en el que una significativa representación de Telde rindió un merecido y gran homenaje a nuestro admirado autor. Fue entonces cuando di forma a mi apetencia de compartir con ustedes (personas concretas en unas coordenadas espacio-temporales concretas) lo que en septiembre se publicó para un público general.

Diversos avatares fueron dilatando la fecha hasta que surgió la noticia del año: la abdicación de Juan Carlos I. Yo me había planteado la posibilidad de que esta presentación se hiciese en septiembre, mas la naturaleza del texto me movió a considerar que, tras los sucesos (la abdicación y la subida al trono de Felipe VI), podía ser recomendable invitar a la lectura de estas páginas antes de que nos viésemos inmersos en el periodo de las vacaciones estivales, pues de esta manera pueden contrastar con más tranquilidad mis observaciones con las que día tras día van dando a conocer los medios de comunicación sobre el tema.

No quiero que mis palabras sean un islote en medio de un océano. Si lo han de ser, que sea porque no están de acuerdo con ellas, porque no pueden compartirlas, pero no porque he hecho lo posible por eludir la posibilidad de que comparen observaciones, juicios, criterios y conclusiones que pueden o no minimizar cuanto afirmo. Y estos son buenos tiempos para que sea posible este cotejo.

Por eso estoy hoy entre ustedes. Este no es un acto político, es un acto sobre política, sobre un libro que fundamenta su razón de ser en la política. Una política vista desde la sosegada óptica de un ciudadano. Sosiego, calma, conciencia de limpieza… Es necesaria la concreción de que no es este un acto político porque debe quedar claro, negro sobre blanco, que yo no soy ni pretendo ser un político, soy un simple ciudadano que es consciente de que nada de lo que le afecta a mis semejantes me es ajeno.

El príncipe debe reinar

Mi credo particular sobre el fondo de lo que representa este volumen, en general, y, en particular, el artículo principal que se menciona en el título, es bien sencillo: creo en el esfuerzo y el trabajo, creo en la justicia como bien supremo para que todos tengan lo que les corresponde, creo en los méritos basados en la formación y la experiencia, creo en la libertad y creo en el diálogo como instrumento para llegar a consensos. Por eso, creo en lo que representa un estado republicano, con independencia de que la balanza se incline hacia una gestión de corte más conservador o de corte más progresista. Creo en lo que simboliza una república cuando determina que todos son iguales y que, en consecuencia, todos tienen las mismas posibilidades de acceder a los mismos sitios.

Lo expuesto me ha llevado siempre a defender la república como representación de un estado. El hecho de que le diese forma escrita a esta defensa surgió gracias a otra abdicación: la de Benedicto XVI, efectiva el 28 de febrero de 2013. Dos semanas después, era elegido Obispo de Roma el actual Papa Francisco. Este acontecimiento, que seguí con verdadero interés, más por la percepción de ser testigo de un acontecimiento histórico singular que por convicciones religiosas (muy ajenas a mi cosmovisión), me condujo a una conclusión que cabría esbozar en estos términos:

Todos los que ejerzan una representación pública deben regirse por el principio del mérito. Hasta en el Vaticano, un estado absolutista, el mérito rige la elección del romano pontífice. Por mucho que la inspiración divina actúe, lo cierto es que los cardenales, antes de iniciar el cónclave, negocian, reflexionan, indagan y concluyen sobre cuál es el perfil que debería tener el Sumo Pontífice; ellos son los que escriben el nombre en la papeleta, ellos son los que votan y, como en la más transparente de las democracias, sale elegido quien más votos tiene. Nadie designa a dedo a nadie. Nadie se plantea que sus virtudes son extensibles a las de quien señala como sucesor.

Reconozco que esta conclusión fue el motor inspirador para ir dando forma a un texto en el que, como ya he apuntado: hablaba de la abdicación y de por qué Juan Carlos I se negaba a formalizarla; de legalidad frente a legitimidad (la primera se ajusta a los textos legales vigentes -aunque nos parezcan inmorales-; la segunda, a la sensación -término subjetivo, es cierto- que se tiene de que alguien está en el lugar que debe corresponderle); de la 2ª transición, como proceso de renovación del Estado, empezando por lo que debería ser un ajuste adecuado de su cabeza que, con su ejemplaridad, debería extenderse al resto de poderes (judicial, legislativo, ejecutivo) —si los padres no son ejemplares, no puede pedirse a los hijos que lo sean—; del poder de los medios de comunicación, entendiendo por tales los que han sido oficiales y han pasado de la retórica cortesana y empalagosa a la inmisericorde guillotina popular, y, por el otro, aquellos que han surgido gracias a los avances de la tecnología (a través de redes sociales, blog, etc.), generadores de un importante volumen de noticias y pensamientos que han dado cierta transparencia (cristalina en unos casos; ahumada, en otros) a la ancestral opacidad de muchos poderes y cargos.

De todo esto y algo más hablo en El príncipe debe reinar. Mi propuesta se funda sobre una idea inamovible (sí a una república) y sobre un deseo: una república de concordia, un Estado donde ningún exrey tenga que salir del país con su familia; donde la formación que ha recibido el que vaya a ser exrey (un ciudadano preparado gracias a lo que se ha invertido en su formación) repercuta en beneficio del país, como ocurre con todos los trabajadores, quienes (en mayor o menor medida) contribuimos con el beneficio del país gracias a nuestras aportaciones económicas, laborales y sociales; y donde este exrey, gracias a las garantías de una democracia plena, pueda presentarse a unas elecciones a presidente de la república.

Se afirma que el trono hay que ganárselo y estoy de acuerdo, pero con un matiz: no es tanto el trono lo que hay que ganar como la soberanía popular, y esta solo habla a través de un sistema: las elecciones.

Percibo un cambio en los vientos del futuro. Todavía recuerdo cómo hasta hace bien poco un término como el de “república” era residual: la prensa oficial se refería al mismo con brochazos inconsistentes, las movilizaciones eran minoritarias y la ciudadanía, en líneas generales, lo percibía como algo que existía fuera de nuestras fronteras o perteneciente a un pasado remoto. Todavía recuerdo lo esnob que le resultaba a muchos de mis compañeros bachilleres y universitarios (finales de los 80, principios de los 90) mi defensa de las tesis republicanas. Reconocerán que ahora las cosas ya no son así: un muy elevado porcentaje de españoles ha empezado componer desde finales del siglo XX y, sobre todo, desde principios del XXI la sinfonía que ha de convocar a esos vientos del futuro, que serán reconfortantes y permanentes si logramos evitar que se conviertan en tornados de furia y huracanes de la intransigencia.

Insisto en que se podrá o no estar de acuerdo con mis palabras. Cuantos juicios sosegados y calmados se den, serán siempre bienvenidos, porque yo también quiero aprender y saber qué piensan mis semejantes.

Otros textos políticos

Hasta aquí, la primera parte del libro; hay una segunda, titulada: Otros textos políticos. La primera versión de estos escritos vio la luz en Teldeactualidad. El único medio en el que publico aquellos textos no adscritos exclusivamente a mis quehaceres literarios.

Hablamos de diez artículos más breves en los que toco diversos temas, entre ellos:

  • El grave fallo que a mi juicio representa el cierre de las escuelas infantiles y las escuelas municipales de música. Dos instituciones sociales importantísimas y que, tal y como yo lo veo, han sido víctimas más del desdén que de la crisis económica. Un arreglo mejor siempre es posible; dicho de otro modo: una solución peor a la dada es imposible. Cualquier actuación menos la realizada hubiese sigo aceptable, pues la hecha solo puedo calificarla de injusta y dañina.
  • La justicia como poder sometido a los dictámenes políticos. Me preocupa esta suerte de cambalache en el que los poderes legislativos y ejecutivos entran a formar parte de la médula espinal de la justicia. Esto me trastorna por indecente; pero más me incomoda (mejor dicho: me inquieta) el plácet con el que la justicia acepta ser intervenida. Es fundamental que el pueblo no se mantenga al margen, que no permita que esta estafa se produzca, pues si falla un poder llamado a controlar los desaguisados, terminaremos sucumbiendo al caos.
  • Me molesta el “blableo”; un sustantivo derivado de ese verbo “bablear” del que habla Juan José Millás en un lúcido artículo publicado el 20 de junio de este año y titulado “Un robo”. Me desangra (con sosiego…) el comprobar cómo las palabras quedan como envoltorios de conceptos inexistentes; cómo el idioma se utiliza para no comunicar mensajes, sino para llenar de sonidos las grabadoras y hacer bueno el método del “horror vacui” llenando páginas blancas con grafemas negros. Decir para no decir y todo desde la insultante convicción de que hay que atender a lo más inmoral, lo “políticamente correcto”; o sea, decir aquello que no ha de costar votos. En mi libro Pro Marcelas me despaché a gusto contra esta irritante tendencia que pone en práctica la mayoría de los representantes públicos (no es justo generalizar y no deseo ser injusto poniendo a todos en el mismo saco).
  • Temo el ascenso de los extremos políticos, de la dictadura, en la conciencia de quienes se sienten desesperados con las gestiones de nuestros representantes. Muchos jóvenes piensan que la solución a este diálogo de sordos en el que se ha convertido la política en general y que trae consigo la inoperancia de los gestores y la desafección de los gestionados está en formaciones que promueven estados totalitarios: «Si muchos no saben pactar, que uno solo gobierne». Estos jóvenes están en muchas de nuestras aulas. No son malos tipos, están desesperados y no ven salida a sus problemas. Sin ellos saberlo, buscan un caudillaje cuyas nocivas consecuencias está de más exponer a los presentes.
  • Y hablo también de la necesidad que tiene nuestra sociedad de no olvidarse de aquellos que debían ser líderes en las adversidades y que han demostrado una grave indolencia. Un representante político puede que no sepa cómo resolver un problema concreto, pero ha de saber cómo no empeorar la situación y ha de tener arrestos suficientes para dar calma a quienes se sienten inquietos. Ha faltado mucha altura moral en muchos responsables políticos, mucho don de liderazgo.

Cuando esta crisis económica pase a la historia, ellos deberían también pasar a la historia por su cobardía y su inhumanidad. No han pulsado ningún gatillo real, es cierto, pero han “blableado” tanto que no han oído el ruido de los estómagos hambrientos, ni han visto el miedo en los ojos de los desahuciados, ni han sentido en su corazón la zozobra de tantos progenitores desesperados ante el paro y la incertidumbre por el mañana.

Pido que no tape el tiempo la indolencia de estos antihéroes.

No pasa nada

Concluyo. Para ello, quisiera compartir con ustedes mi No pasa nada, la pieza que constituye, por decirlo de algún modo, el segundo capítulo del texto sobre El príncipe debe reinar y que representa mi particular canto, mi humilde y sincero canto, hacia la libertad en toda su extensión. Con estas palabras invoco a los espíritus presentes en las páginas de este libro en forma de tres palabras clave: libertad, libertad y libertad. Un mundo mejor es posible. Levantemos las alfombras y hablemos, compartamos lo que sabemos, convivamos con la verdad de la concordia. Libertad, libertad, libertad. Mi No pasa nada dice así:

Es esta una democracia que sostiene la libertad de expresión, afirmo. ¿Debo preguntarlo? ¿Debo preguntarles si es esta una democracia que defiende la libertad de expresión? No es baladí mi pregunta, pues me dirijo a ustedes convencido de que no pasa nada si mis ideas no les convencen; tampoco, si les atraen. No pasa nada si no están de acuerdo conmigo. No pasa nada si no estoy de acuerdo con lo que escriben. No pasa nada si considero que no se merece una persona equis homenaje alguno. No pasa nada si no estoy de acuerdo con lo que ha decidido la mayoría, bastará con que lo respete. ¿Digo algo inaceptable?

No pasa nada si no tengo una opinión favorable sobre alguno de los presentes, pues ha de bastar con que le respete. No pasa nada si afirman que no les gustan mis palabras. No pasa nada si, en mi convicción como ciudadano-testigo, considero que el uso de argumentarios que constriñen la libertad de pensamiento dice muy poco de los partidos políticos y de las cualidades intelectuales de sus miembros. No pasa nada si me parece que la manera de pensar de muchos aquí presentes no es la correcta. No pasa nada si defiendo el que jamás se practique la pena de muerte. No pasa nada si sostengo mi malestar por la impresión que tengo de que los Derechos Humanos no se respetan en ningún lugar del planeta. No pasa nada si defiendo la cancelación unilateral por parte de nuestro Estado de los acuerdos con la Santa Sede de 1979 o, en su defecto, la modificación profunda de la mayoría de los conciertos para que se adapte el credo a la auténtica situación religiosa del actual Estado y no viceversa. No pasa nada si defiendo el que la enseñanza religiosa, sea de la naturaleza que sea, se realice fuera del horario escolar reglamentario: ¿Qué sincero devoto prescindiría de cumplir con sus obligaciones después de sus horas laborales, ya sea atendiendo a su alma; ya, a la de sus hijos? No pasa nada si considero que donde dice “estado aconfesional” creo que sería mejor que pusiese “estado ateo”.

No pasa nada si, en el ejercicio respetuoso de mi libertad de expresión, les expongo ahora esta suerte de letanía compuesta para reivindicar la libertad; una libertad, esta, que me ha de permitir el sostener que no pasa nada si no creo en la vida eterna; y que no pasa nada si creo en el derecho a morir de acuerdo a lo que yo considero que es morir dignamente. En este sentido, no pasa nada si yo, dueño de mi existencia, como considero firmemente que soy, decido hacer con ella lo que considere más adecuado y plantear, ya que no pude decidir el comienzo de la vida, cómo y cuándo quiero que sea el final. No pasa nada si no estoy de acuerdo contigo, contigo o contigo…

No pasa nada si sostengo que deberían eliminarse todas las fiestas religiosas y sustituirse el día de los Santos por el de los Derechos Humanos; el de la Inmaculada, por el día de los Derechos de la Mujer y la Paz Internacional; la Navidad, por el Día Internacional de las Familias; el día de Reyes, por el Día Internacional de la Solidaridad; y la Semana Santa, cómo no, quedaría despedazada en varios días significativos: Tercera Edad, Discapacitados, Infancia, etc.

No pasa nada si creo en la libertad absoluta. No pasa nada si pueden confundir mi concepto de la libertad con el de “libertinaje”; tampoco si ocurre a la inversa. No pasa nada si considero que la mayoría absoluta de un parlamento no puede traducirse en una suerte de totalitarismo consentido bajo el amparo de una ley electoral más propia de bandoleros que de hombres justos. Si así pienso, nada pasa, ¿verdad? No pasa nada si les parece que mi manera de pensar no es la correcta; tampoco, si no estoy de acuerdo con las propuestas de muchos en esta sala. No pasa nada si no tienen una opinión favorable sobre mí, bastará con que me respeten igual que yo les respeto.

No pasa nada si defiendo que todo está regido por el azar, absolutamente todo. No pasa nada si defiendo que deben regir los destinos de una sociedad las personas más cualificadas. No pasa nada si considero que es una inmoralidad despreciable las actuaciones regidas por el dictamen de lo “políticamente correcto”. No pasa nada si creo que las leyes sobre el aborto son excesivamente restrictivas y considero que por encima de todo está la decisión de una mujer, vaya o no a ser madre, quiera o no ser madre. ¿Pasa algo si defiendo a ultranza el que todo el mundo, sea de la condición que sea y tenga las inclinaciones sexuales que tenga, tiene derecho a casarse y tener hijos, ya sean naturales, ya sean adoptados? Porque no pasa nada si dos hombres se aman, ni si son dos mujeres tampoco, ¿verdad? No pasa nada si las mujeres que se aman adoptan hijos, y los crían, y les dan aquello que, en ocasiones, una pareja heterosexual es incapaz de darles. Tampoco pasa nada si los dos padres son varones.

No pasa nada si no creo en la honestidad ni en buenas intenciones de los partidos políticos, los sindicatos, las confederaciones empresariales, los bancos… No pasa nada si pienso que otro podría desempeñar el cargo que tienes mejor que tú; ni pasa nada si no creo en tu dios. No pasa nada si expreso mi desafección hacia la actual ley electoral, que favorece el bipartidismo y el que los votos tengan diferente valor. No pasa nada, en suma, si esta letanía por la libertad se ofrece caótica en la enumeración de sus razones de ser; no pasa nada, llamémoslo heterogeneidad o principio para la coexistencia entre elementos opuestos: los de ustedes y los míos; y los que hay entre ustedes. Porque, en realidad, no pasa nada, ¿verdad? ¿O sí? ¿Debo temer por la reacción que causen mis palabras? Confío en que no, yo no desconfío de ustedes; al menos, no en lo que toca a la defensa de la libertad de expresión, pues, de lo contrario, nada de lo que ahora mismo está sucediendo hoy, aquí, ahora y así tendría sentido.

El príncipe debe reinar


[1] Texto de presentación del libro El príncipe debe reinar y otros textos políticos en el Círculo Cultural de Telde, 25 de junio de 2014